Vivir la misericordia en comunidad

La experiencia de la Misericordia es el inicio de una vida impulsada por el Espíritu Santo. Quien se encuentra con Jesús Resucitado, y es lleno del Espíritu Santo, comienza un camino de esperanza y transformación siguiendo a Cristo como discípulo. Nos enseñan los obispos latinoamericanos: “El encuentro con Jesús, gracias a la acción invisible del Espíritu Santo, abre la ruta para un proceso vital, personal y comunitario, de conversión y vida nueva, que conocemos como “discipulado”. (Cfr. Documento Aparecida, 246, 273). Nuestra vida no es para vivirla por emociones o sentimientos pasajeros, sino que tenemos que avanzar en fe, respondiendo, lo mejor posible, a la voluntad divina.
La vocación a seguir a Jesús es vocación a la comunión con otros. No puedo pretender vivir un cristianismo “a mi manera”, al margen de los demás. “… La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. …” (Benedicto XVI. DCE, 14) El discípulo de Cristo le sigue con otros hermanos en la fe y un medio propio es dentro de la comunidad de creyentes, para que produzca frutos.
No hay discipulado sin comunión. … No puede haber vida cristiana sino en comunidad (DA 278). La plenitud de la vida sólo la experimentamos cuando formamos el cuerpo de Cristo Jesús, donde cada uno tiene su lugar, su carisma y su ministerio; sirviendo a los demás y siendo servido por el resto del cuerpo. También afirma el Papa Francisco: Esta salvación, que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia, es para todos, y Dios ha elegido convocarlos como pueblo y no como seres aislados. Nadie se salva solo, esto es, ni como individuo aislado ni por sus propias fuerzas. Dios nos atrae teniendo en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que supone la vida en una comunidad humana. Este pueblo que Dios se ha elegido y convocado es la Iglesia. … ¡El Señor también te llama a ser parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor! (Cfr. EG, 113).
El día de Pentecostés, los convertidos, bautizados y llenos del Espíritu Santo, integraron inmediatamente la comunidad cristiana. (cfr. Hch 2, 42). Muy ciertamente, hacer comunidad es consecuencia lógica del encuentro con Jesús y de la experiencia del Espíritu Santo.
Para quien se encuentra con Cristo, vivir comunidad no es opcional, sino la única manera de ser cristiano completo. No existe otra forma de ser cristiano, sería engaño y falsedad. Es necesario encontrarse con otros discípulos para escuchar la Palabra de Dios, para apoyarse en la oración, para vivir la fraternidad, para profundizar en la fe y para ayudarse en la misión (cfr. DA 309). Es lo que la Divina Misericordia desea: “… Tu intención y la de tus compañeras es unirse a Mí, lo más estrechamente posible a través del amor, …” (DSF, 531).
La comunidad no es una estructura, sino un ambiente de fe donde se hace efectiva y palpable la salvación de Jesús. Necesariamente no consiste en vivir juntos, pero sí en vivir unidos por el vínculo del amor y un objetivo común: vivir el Evangelio. La comunidad es un grupo de personas que el Señor reúne y conviven aun con sus diferencias y sus defectos. Allí se recibe y comparte amor, comprensión, acompañamiento en la fe, corrección fraterna, se ora por las necesidades personales Allí se crece en la paciencia, el respeto y la tolerancia. Allí se ejercita la benevolencia, la caridad y el perdón. Allí se crece en responsabilidad, en el derecho y los deberes y se camina en el proceso de sanación integral de la persona. Allí se hace realidad el consejo evangélico: “En esto conocerán todos que son discípulos míos: si se tienen amor los unos a los otros.” (Jn 13, 35).
La Iglesia se manifiesta como “sacramento” de la unión con Dios en la relación de comunidad. Por eso el gran desafío que nos ha dejado san Juan Pablo II al inicio del Tercer Milenio: “Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión… si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo. …” (NMI 43). Es absolutamente necesaria una pequeña comunidad, para crecer junto con otros hermanos que han tenido la misma experiencia de la Misericordia Divina para caminar unidos, movidos y animados por el único Espíritu de Cristo resucitado. Haciendo esto haremos de la Iglesia un oasis de misericordia (cfr. MV 12)
“Qué bello es ver los hermanos reunidos. … Los miro como miembros vivos de Cristo que es su Cabeza. Me inflamo de amor con los que aman, sufro con los que sufren, el dolor me consume mirando a los tibios y a los ingratos; ...” (Salmo 133, 1; DSF, 481).